Carme Trilla, presidenta del Observatori Metropolità de l’Habitatge de Barcelona (O-HB) y de la Fundació Hàbitat3
La Casa Orsola ha desbordado cualquier previsión de atención mediática. No debe sorprendernos. Más allá de su realidad intrínseca, Casa Orsola es un símbolo; representa a la perfección a nivel micro lo que está ocurriendo, como grandes movimientos tectónicos profundos, en las grandes y medianas ciudades más atractivas del entorno europeo. Confluyen en la Casa Orsola todos los elementos inmobiliarios, financieros, demográficos y sociológicos que determinan hoy el funcionamiento de nuestras ciudades.
Movimiento mundial de capitales a la búsqueda de rentabilidades cada vez más elevadas que hallan en el patrimonio inmobiliario una preciosa mina; extensión del fenómeno del trabajo no presencial, telemático, que propicia un movimiento mundial de personas a la búsqueda de residencias temporales en emplazamientos altamente sugerentes –por seguridad, por calidad de vida- a precios para ellas irrisorios; incremento de demanda inmediata de vivienda de migrantes que vienen a cubrir el débil crecimiento demográfico vegetativo de nuestras sociedades occidentales; necesidades de más viviendas por la reducción paulatina del tamaño medio de nuestros hogares; edificios de propiedad vertical con alquileres antiguos, indefinidos, o más recientes pero moderados, que no cubren las necesidades de inversión en mantenimiento y mucho menos en rehabilitación para su puesta al día en temas de estructura, accesibilidad o de eficiencia energética; planes de mejora y renovación urbana que revalorizan de forma extraordinaria sus entornos sin ningún mecanismo de redistribución de las plusvalías que favorecen en los edificios.
La coincidencia de todos estos elementos en un mismo tiempo es absolutamente explosiva. Y explota de la forma más preocupante, sintetizada por la palabra gentrificación. Es decir la expulsión, por razón de precio, de los residentes habituales de la ciudad –enfermeras, profesores, panaderos, bomberos, policías, profesionales, jubilados, servidores públicos…- hacia periferias, en beneficio de usuarios de viviendas de corta duración, que están de paso, volátiles, o que incluso pueden permitirse el lujo de disponer de ellas sin utilizarlas de forma permanente, pagando cifras totalmente alejadas de la capacidad adquisitiva de nuestra sociedad. Explota, pues, despoblando la ciudad y arruinando la cohesión, la integración y la convivencia entre diferentes, que han venido siendo nuestros valores históricos más preciados.
Ante estas realidades, ante esta “Casa Orsola” multiplicada por mil, la pregunta es ¿qué modelo de ciudad deseamos para el futuro de nuestros hijos y nietos? Tenemos dos ejemplos en Europa que nos permiten reflexionar por ser extremos: Venecia y Viena. Ambas totalmente alejadas de nuestras realidades actuales pero cuyos modelos nos advierten de lo que tendencialmente puede ser nuestro futuro. En el primer caso, Venecia, vaciada ya prácticamente de residentes habituales, convertida en ciudad sin vida propia y reducida a parque temático. En el segundo caso, Viena, con población fuertemente arraigada, que pasa las viviendas de padres a hijos en todo el amplio centro histórico y con fuerte presencia de vivienda social y asequible en todos los nuevos desarrollos, que invita al turismo, lógicamente, pero manteniendo un equilibrio razonable entre los dos objetivos.
La opción por uno u otro modelo de ciudad debería estar en la base de nuestros debates en tanto que ciudadanos ya que este va a ser el legado que dejaremos a nuestros descendientes. No cabe neutralidad en este terreno.
Cabe la posibilidad de dejar que los grandes flujos antes descritos actúen sin límite y nos vayan conduciendo hacia una Venecia idílica pero que ya no será de nuestros ciudadanos sino de otros; que ya no será “ciudad”. Eso sí, habrá que ser conscientes que esto no se consigue gratis si no con elevadísimos costes humanos, sociales y políticos.
Pero cabe la posibilidad de intentar mitigar el impacto de los grandes flujos con controles por parte de la administración de nuestras ciudades. No debemos ser ingenuos, claro, y pensar que estos controles van a poder hacer frente a la inmensa presión que se recibe; somos un David débil y temeroso de los peligros, enfrentado a un Goliat muy potente, profuso y desdibujado y, por lo tanto, difícil de aprehender. Sin embargo, son muchas los contrafuertes que estamos a tiempo de construir para preservar aquellos valores que hasta hoy nos están configurando, de los que nos sentimos orgullosos y que, paradójicamente, constituyen nuestro principal atractivo.
Viendo la que se nos venía encima, ya en el año 2007, en Cataluña introdujimos en la ley por el derecho a la vivienda dos instrumentos para alzar cortafuegos a estas amenazas. Uno, la posibilidad que las ciudades establezcan la obligación de dedicar una parte de las nuevas viviendas que se vayan generando a vivienda protegida. Otro, que puedan someter las transacciones inmobiliarias residenciales al derecho de tanteo y retracto por parte de la administración. El objetivo de ambos instrumentos es precisamente conseguir que en la ciudad ya construida no disminuya si no que se preserve y aumente la proporción de viviendas a precios asequibles como garantía de seguir contando con la deseable mixtura y cohesión social. Muchísimas han sido las críticas a estas dos medidas. Pero Viena, París y Londres cuentan con ellas, en la medida que sus políticos –de muy distintos colores a lo largo de los años- las han considerado no sólo necesarias, sino imprescindibles.
Barcelona ha echado mano de los dos instrumentos, de manera extraordinariamente valiente, a juzgar por lo muy criticada y vituperada que ha sido por ello. La obligación de someter a tanteo las operaciones inmobiliarias ofrece una información de primer orden a la administración para conocer lo que va a ocurrir en este mercado y, en consecuencia, para poder actuar preventivamente adquiriendo inmuebles en razón de precio, de localización o de protección social, siempre con el doble objetivo de aumentar el parque público y social y de proteger a los más vulnerables. En París, mediante el tanteo o la compra directa de inmuebles, en lo que va de siglo se ha aumentado el parque social en 70.000 viviendas, llegando al 25% del total de viviendas de la ciudad.
La operación de la Casa Orsola no se ha realizado por el sistema de tanteo. Los residentes no eran vulnerables en el sentido económico del término y quizás ello desaconsejaba la adquisición. Pero ¿cuándo la no renovación de contractos de alquiler-aun siendo legal- no es aislada y puntual si no que adquiere una dimensión masiva, no es acaso en sí misma un detonante del riesgo de conversión de todos los inquilinos en vulnerables residenciales? ¿No deberían encenderse todas las alarmas cuando una compra privada de un edificio viene preñada de la voluntad de sustitución lo más rápida posible de los residentes?.
Lo deseable es actuar preventivamente en lugar de reactivamente -como ha sido ahora el caso- para evitar el fuerte desgaste social y racionalizar la dedicación de recursos públicos. Y para ello -y lamento terminar el artículo con este corolario que ya se convierte en cansino estribillo-, es imprescindible incrementar los presupuestos públicos en política de vivienda. De lo contrario, contamos con buena legislación pero que es papel mojado o, a lo sumo, con aplicación casi testimonial.
Sólo con mayores recursos podremos ofrecer a David la fuerza necesaria para que no tenga que salir corriendo ante la presencia terrorífica de Goliat. Porqué lo que nos estamos jugando con todas las “casas Orsola” es no solo el derecho a la Vivienda si no también el derecho a la Ciudad. Depende de nosotros que acabemos o no siendo todos vulnerables en ella.